lunes, 10 de diciembre de 2012

Garcilaso, la juventud perdida.

-¡Marica eso toca partirlo con cuchilla, si usted lo rasga con los dedos le quita el químico! Me dice Garcilaso[1] mientras saca una cuchilla Minora de su billetera y parte a la mitad el pequeño papel de LSD. En el fondo se escucha Sugar Kane  de Sonic Youth, Garcilaso me hace un gesto, al parecer no le gusta la canción.  Una mesera mira desconfiada; pero no dice nada, le preocupa que rayemos la mesa. Le entrego veinte mil pesos arrugados a Garcilaso, y nos ponemos la mitad del “papel” debajo de la lengua al mismo tiempo. Pedimos otra cerveza, mientras esperamos que la droga haga efecto.
A Garcilaso lo conocí hace dos años. Sin embargo, llevaba casi seis meses sin verlo. Una amiga de ese entonces me dijo que él vendía la “mercancía más barata”, porqué la traía directamente de Holanda, sin intermediarios. La primera vez que nos vimos, lo llamé y concretamos una cita en el aeropuerto. Conversamos cerca de media hora. A pesar de lo corta de la conversación y de lo introvertido que resulta Garcilaso con los desconocidos, pude enterarme que cursaba segundo semestre de filosofía. Ese día tenía la nariz un poco hinchada,  pues acaba de hacerse su tercer aro en el tabique. Me dijo que le dolía un poco pero que se estaba preparando para hacerse el cuarto. Intenté hablar un poco más con él, pero rápidamente me entrego el cartón de LSD y me dijo que tenía otras cosas por hacer. Lo vi un par de veces más,  pero siempre se mostró igual de reservado. Siempre andaba vestido de negro, con una gorra de corte militar y camisas con nombres de bandas de metal estampados.
Luego de tener veinte minutos el papel en la boca, las luces comienzan a agitarse al ritmo de la música y el suelo se mueve. Garcilaso pone la cabeza sobre las rodillas y mira fijamente  al piso. Salgo a tomar un poco de aire. Al volver a la mesa,  Garcilaso sigue en la misma posición. Al notar de nuevo mi presencia  levanta un poco la cabeza, me mira con sus ojos rojos y su cara brillante  y me dice que no se siente bien.
-¡Güevon, ese ácido está muy fuerte, y eso con perica y trago  no combina, me dice, esforzándose por hablar. Después vuelve a mirar fijamente al piso y repentinamente vomita. Las meseras nos miran fijamente, avergonzados decidimos salir del bar.
Después de unos meses me enteré que Garcilaso estaba saliendo con la amiga que me lo había recomendado. Un día nos encontramos los tres, luego de unos cuantos gramos de coca, Garcilaso dejo de ser el personaje callado que había sido hasta entonces para mí y me contó su vida.
Nació a finales de los ochentas en Liborina, un pueblo que “queda de Santa fe pa’llá”. Su madre a pesar de nunca haber leído un libro que no fuera la biblia o el catecismo, lo bautizo Garcilaso. A los cinco años, su padre quien trabajaba como raspachín  fue asesinado “por una plata”. Desde ese día Garcilaso cuenta que dejó de creer en Dios.
 En la adolescencia conoció el punk y las drogas. Sin embargo, siempre sobresalió en el colegio;  a pesar del rechazo y de ser tildado como el satánico del pueblo. El cura del municipio llegó a echarlo de la iglesia por entrar  drogado a la misa, según me contó, hablando excesivamente rápido por los efectos de la coca.
Al salir del colegio, todo pareció mejorar con una beca por haber obtenido el mejor puntaje en las pruebas ICFES. Quería estudiar filosofía. Un día salió de su casa nervioso para presentar el examen de admisión. Sin embargo al llegar a la Terminal del Norte lo esperaba una redada del ejército.
De su servicio militar prefirió no hablar. Sólo me contó  que cuando salió, después,  de dos años,  no tenía como volver a su casa. Uno de los amigos que hizo en el ejército lo recibió en su casa. Garcilaso, acepto forzosamente el ofrecimiento.
Durante dos meses intentó conseguir trabajo, sin ningún éxito. Fue entonces  que decidió comenzar con el “negocio”. Otro amigo había contactado a un dealer, un vendedor de drogas,  en Holanda el cual les enviaría el “paisaje” hasta Medellín. Ellos se encargarían de cortar el medio pliego de papel impregnado de LSD y vender  los pequeños trozos a los compradores.
Según contó, se trataba de un negocio seguro. “Uno no está voleteándose en un plaza como los jíbaros que venden perica y yerba.  La gente me llama al teléfono y yo les consigo el papel. La mayoría son gente bien, gente de la universidad, algunos muy tesos” me dijo.
Foto por  mi drogadicta favorita
El “negocio”, como lo llama él,  prosperó.  Garcilaso pudo abandonar la casa de su amigo y se mudó a un pequeño apartamento en Medellín, dónde adopto a un par de gatos callejeros y  comenzó a estudiar filosofía.
Sin embargo, la buena suerte le dudaría poco. A los seis meses el dealer en Holanda desapareció. Garcilaso se vio obligado a dejar la universidad y comenzar a trabajar en una empresa dedicada a la construcción cómo mecánico. “Eso es duro parce, hay días que toca trabajar hasta once horas diarias y todo eso por 500mil hijueputas pesos” me dijo alguna vez.
-Estos ácidos están muy  pesados güevon, me dice gangosamente. -Yo no debí haber olido, añade.
Hace apenas dos meses volvió con el “negocio”, consigue la droga a través de un intermediario en Ibagué por lo que sale un poco más cara.
-¡Marica! Hay que seguir comprando de estos Dalí,  están mucho mejores que los Alicia, traen como el doble de químico. Mire a mí como me tienen de llevado ya. Vámonos para la casa mejor, me dice rápidamente antes de volver a vomitar, esta vez sobre el pavimento húmedo.
-No, parce. Yo que me voy a ir tan temprano.
-Yo sí estoy muy mal, mejor  me voy ya, me dice, mientras me mira pálido con los ojos llorosos.
Lo acompaño a coger el taxi, anoto las placas y entro de nuevo al bar. Mientras espero que llegue bien al pequeño apartamento en el que vive con diez gatos como compañía.





[1] Nombre cambiado para proteger la privacidad de la fuente.

viernes, 26 de octubre de 2012

Los Tomates Podridos

Aunque traté de ignorarla todo ese tiempo, la sensación de tener la ropa pegada al cuerpo me impidió dormir. Desesperado encendí la bombilla, las cobijas cayeron de un solo tirón. Con esfuerzo contuve el grito que se me escapó al observar el líquido amarillento y viscoso que brotaba de las llagas en mi pierna. Por vergüenza o quizás por miedo no desperté a mi mamá, me encurrujé en una de las esquinas de la cama y esperé a que amaneciera. De vez en cuando tocaba mis piernas con la esperanza de que las heridas ya no estuvieran allí. Mi mamá se levantó a eso de las seis, al verme en esa extraña posición se acercó.-¿Bryan, le pasa algo?, dijoSin poder hablar, estiré mi pierna. Mi mamá retrocedió un paso y cubrió su boca con sus manos.Una hora después estábamos entrando al consultorio del doctor Pelayo.-Cuénteme ¿Qué le pasa?, preguntó con ese tono frío pero tranquilizante que sólo los médicos tienen.-Anoche me desperté y tenía unas heridas en la pierna, le dije.El doctor escudriñó casi todo mi cuerpo, insertó luces en mis  oídos y nariz, abrió mis párpados con sus manos y me ordenó quitarme la camisa para poder examinarme con el estetoscopio-Eso le pasa por comer tomates podridos, pero tranquilo, eso se cura dejándose de masturbar. 

El Diablo

En mi vida han pasado cosas extrañas, muy extrañas,  diría yo. Para comenzar, sólo tengo tres dientes en mi mandíbula inferior y se me caía la piel cuando era niño. Sin embargo, nada superará el asombro de esa tarde. La verdad, aún dudo si fue un recuerdo real  o uno de esas cosas que invento con frecuencia.
Estaba tarde, era muy pequeño para conocer el reloj, así que no sé qué horas eran exactamente. Hacía un sol bonito, de esos que daban ganas de tirarse en el patio y quemarse un rato. De hecho, eso tenía pensado hacer.
Iba caminando sin mucho afán por él corredor, no se tiene afán cuando se es un niño, cuando lo vi; allí en el patio, al lado del árbol de rosas,  estaba el diablo. Era un diablo extraño,  no tenía cola, ni patas de cabra. Parecía hecho de metal y se movía lenta y torpemente.
 Sin embargo, yo sabía que era el diablo; acaso oliera la maldad o el  azufre. Aunque a esa edad uno no sabe que es el azufre. Chirriaba cada tanto, eso lo hacía más aterrador. Yo me quedé viéndolo un rato acurrujado en la esquina que del corredor daba al patio esperando que no me viera. Mi prima Vanessa sin embargo saltaba lazo, al lado suyo con mucha confianza como si lo conociera hace rato, mientras se levantaba su vestido rojo mostrando los cuquitos blancos.
La cara del diablo era bastante parecida a la de un power ranger  aunque más malvada y con dos cuernos metálicos que sobresalían de su cabeza. A pesar de todo era un diablo bastante estúpido.
Aún me pregunto qué hacía un diablo robótico en una casa de campo en la que solo vivía un  niño que tiene tres dientes y dos heridas en los codos

Agua

Ahogarse, es una de las formas más extrañas de morir. El agua al igual que el aire contiene oxígeno, el combustible necesario para hacer posible esta búsqueda de sentido que llamamos vida. Sin embargo a causa de la “evolución” a nuestro organismo le resulta imposible separarlo del hidrógeno. Nuestros ancestros evolutivos no debieron de haber sido demasiado inteligentes, poseyendo el 75% de la superficie terrestre cubierta de mar, decidieron mudarse al 25% que quedaba seco, la naturaleza no es tan lógica como creemos.
Pocas sensaciones son tan incómodas como la del agua entrando por las fosas nasales. El reflejo nos obliga a buscar la superficie, para tomar aire. Logremos o no alcanzarla tomaremos una gran bocanada de aire ó de agua, si tomas aire seguro tomarás muchas más el resto de tu vida; si tomas agua sólo habrá unas cinco o siente inhalaciones más…
 -Una docena de árboles, una casa roja, un rebaño de vacas, un camión de leche, más árboles. Alejandro contempló la ventanilla del bus, en la que las escenas se esfumaban rápidamente. Una mujer con un niño en brazos acababa de subirse, dudó unos segundos antes de pararse para ofrecerle su asiento, pero entonces vio que un hombre sentado dos asientos adelante ya lo había hecho. El respaldo era demasiado alto, su mundo se reducía a la chica dormida a su lado y dos ancianas en los asientos del lado. De vez en cuando también alcanzaba a ver algunos rostros a través del espejo retrovisor.
-¿Entonces Margarita es hija de quién?
-Pues de Gonzalo el de la cuchilla.
-¿Del que mataron?
-No, ese fue Gustavo
-¡Ah!
-Bueno, yo me bajo acá, hablamos luego querida.
-¡Chao que estés bien!
Llevaba tanto tiempo escuchando la conversación entre las dos ancianas, que le parecía hacer parte de ella, en menos de media hora había aprendido la historia de los Pérez, una familia totalmente desconocida para él, la información no le era de ninguna utilidad,  pero por un momento había olvidado su aburrimiento. Después de despedirse de la mitad de los pasajeros y de saludar a algunos que no había visto, la anciana se bajó. El monótono sonido del motor volvió llenar el ambiente, Alejandro recostó su cabeza contra la ventanilla, iba a extrañar la conversación de la anciana… Un matorral, una virgen, un camino extraño, más árboles…
Cuando despertó la chica que estaba a su lado ya se había ido. En su lugar había un tipo gordo con las marcas de una noche de juerga en su rostro. Percibió un extraño olor, una mezcla de leche rancia con algún ingrediente desconocido., buscando la fuente se percató del charco de agua que venía de adelante y se movía con el movimiento del vehículo. Observó un rato como el hilo de agua alcanzaba su zapato, de nuevo dirigió su mirada hacia la ventanilla, pero ya no había ni árboles, ni casas, ni caminos. Sólo se observaban unas manchas verdes, azules y grises, el agua que bajaba por la ventanilla distorsionaba terriblemente la imagen. Juan acercó su mano al vidrio y se percató de lo extraño de la situación, el agua venía de adentro.

Gatos Que Lamen

Cada noche me lame un gato,
Siento su lengua rasposa recoger el maquillaje que queda sobre mi rostro,
Me lame, hasta hacer salir chorritos de pus de mis granos
Me lame, mientras lloro por vacas ahogadas
Mientras me lleno las narices de maíz y me tizno el rostro con carbón,
Mientras me masturbo contra un viejo colchón,
Queriendo escapar de un rosario fluorescente.­­­
Me lame, hasta que su rostro
¿O el mío?
Se pierde al otro lado del cristal.