La primera mentira que asimilamos fue que podríamos aprender
algo; la segunda que podríamos enseñarlo; la tercera, y quizás la más infame de
todas, fue que había algo que podría
unirnos a los demás. Aprendimos a
llamarlo vínculo, afecto, amistad, familia, amor. Tantos nombres como dioses en la tierra; en todo caso, demasiados
para una realidad inexistente.
Así fuimos por la vida tomando las tres grandes
mentiras como nuestras verdades. Lo primero que notamos es que no podíamos enseñar. Intentamos vanamente que nos entendieran sobre
infinidad de temas. En el proceso, nos enteramos que ni siquiera éramos capaces de explicarles a los demás quiénes
o qué éramos.
Encerrados en
nosotros mismos nos enteramos que no había nada que realmente pudiera atarnos a alguien más. Desmentimos una por una la familia, la
amistad, el afecto y cualquier otro tipo de vínculo.
Nos
consolábamos pensando que aún podíamos conocer, que nuestra vida no sería en
vano en esta última posibilidad. Pero un diálogo interior nos reveló que no nos conocíamos, que no lográbamos comprender que queríamos. Incapaces de
entendernos a nosotros mismos, dudamos de nuestra capacidad de entender algo. Comenzamos a cuestionar sí todo lo que creíamos saber no era más que un malentendido camuflado. No podríamos saberlo y desistimos de conocer algo.
Quedamos entonces encerrados en un monólogo interminable, en una aporía que no llevaba a ningún lado. Esperando, al menos, que la cuarta verdad que nos contaron: que algún día moriríamos, realmente lo fuera.