Gris from Mancha Extraña on Vimeo.
“Para uno que creció en un pueblo la ciudad es como una boca grande que se abre en frente… Yo nunca voy a terminar de adaptarme” Me dijo un amigo hace unos meses mientras esperábamos el B14 de Transmilenio. Él desconocía que yo también había crecido de un pueblo. Es más; ni siquiera en un pueblo; la mayor parte de mi infancia y adolescencia transcurrieron en el campo, en una de las tantas fincas por las que ha pasado mi familia.
Escarbando ¿escalando? mi árbol genealógico, no encuentro un
solo ancestro conocido que no estuviera ligado al campo. Doña Rosa y don Israel
con su hacienda en Santa Bárbara, don Cristóbal y doña Magdalena que llegaron de algún lado
quemando el monte, para luego repartir la tierra conquistada por el fuego entre
sus 15 hijos varones. Don Lorenzo y la plantación de maíz donde a los cinco
años vio morir a su padre desangrado. La misma plantación donde espero a que su
papá volviera por cinco años. La misma que seguramente veía cuando gritaba
“¡Papá Aníbal!” antes de morir hace ocho años.
Doña Lilian mi abuela materna, que tuvo que evitar que don
Neftalí, mi abuelo (Analfabeta, rico y vicioso) vendiera el pequeño terreno que
quedaba de una gran hacienda. Don Gregorio que subió de la tierra caliente para
conocer a mi abuela y que con su
liquidación compraría un terreno en una montaña alejada de todo.
Así es, antes de mi generación ningún miembro de mi familia
ha dejado el campo. Mi abuelo lo intentó cuando los Salesianos se lo llevaron a
la fuerza a estudiar electrónica en Bogotá junto con otro grupo de muchachos.
Sin embargo mi abuelo dice que “La tierra llama”; una vez terminado sus
estudios regresaría a Belmira para olvidar lo aprendido y sembrar, el mayor placer que para él puede
existir.
Mi papá también lo intentó en los setenta. La onda hippie
había llegado tarde a Bel mira. El decidió que no quería trabajar para nadie y
comenzó a caminar hacia el sur. Nadie con el que haya hablado sabe hasta donde
llegó o que hizo ese tiempo. Lo único
que sé con certeza es que 10 años después volvería se establecería en una
pequeña finca desde donde se divisaba el río Cauca, se casaría con mi mamá y
nunca más pensaría si quiera en abandonar sus fincas.
Hace tres años ya que yo dejé El campo. Mi abuela me dice
que debería devolverme, que el futuro está en la tierra junto a mi papá. Mi
abuelo le dice que tenga paciencia que tarde o temprano la tierra me terminará
llamando como hizo con él hace 50 años.
La verdad es que el llamado del que habla mi abuelo debe ser
cada vez más débil, tres de sus hijos ahora viven en Medellín y una de sus 27
nietos ya nació rodeada por el ruido de los carros y se asusta cada vez que ve
una vaca. Incluso mi papá que alguna vez escuchó el llamado, ha decidido que
Sofía su última hija nazca en la ciudad. En parte teme a los comentarios de la
gente que lo conoce, en parte siente que allá estará más segura. La verdad es
que en un par de días yo volveré a Medellín a descansar de la rinitis que me
causa el frío y a extrañar el olor a pino que tiene mi casa. También se irá mi
bisabuela, que seguramente morirá alejada de su finca, pensando que frente a su
edificio pasa “una camino real”. Los dos volveremos con la picazón en la nariz
que causa el cambio de clima y el smog, Vamos a volver con esa sensación de
haber perdido algo que sin importar lo que hagamos somos incapaces de
recuperar.
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