-¡Marica eso toca partirlo con cuchilla, si usted lo
rasga con los dedos le quita el químico! Me dice Garcilaso[1]
mientras saca una cuchilla Minora de
su billetera y parte a la mitad el pequeño papel de LSD. En el fondo se escucha
Sugar Kane de Sonic
Youth, Garcilaso me hace un gesto, al parecer no le gusta la canción. Una mesera mira desconfiada; pero no dice
nada, le preocupa que rayemos la mesa. Le entrego veinte mil pesos arrugados a Garcilaso,
y nos ponemos la mitad del “papel” debajo de la lengua al mismo tiempo. Pedimos
otra cerveza, mientras esperamos que la droga haga efecto.
A Garcilaso lo conocí hace dos años. Sin embargo, llevaba
casi seis meses sin verlo. Una amiga de ese entonces me dijo que él vendía la
“mercancía más barata”, porqué la traía directamente de Holanda, sin
intermediarios. La primera vez que nos vimos, lo llamé y concretamos una cita
en el aeropuerto. Conversamos cerca de media hora. A pesar de lo corta de la conversación
y de lo introvertido que resulta Garcilaso con los desconocidos, pude enterarme
que cursaba segundo semestre de filosofía. Ese día tenía la nariz un poco
hinchada, pues acaba de hacerse su
tercer aro en el tabique. Me
dijo que le dolía un poco pero que se estaba preparando para hacerse el cuarto.
Intenté hablar un poco más con él, pero rápidamente me entrego el cartón de LSD
y me dijo que tenía otras cosas por hacer. Lo vi un par de veces más, pero siempre se mostró igual de reservado.
Siempre andaba vestido de negro, con una gorra de corte militar y camisas con
nombres de bandas de metal estampados.
Luego de tener veinte minutos el papel en la boca, las
luces comienzan a agitarse al ritmo de la música y el suelo se mueve. Garcilaso
pone la cabeza sobre las rodillas y mira fijamente al piso. Salgo a tomar un poco de aire. Al
volver a la mesa, Garcilaso sigue en la
misma posición. Al notar de nuevo mi presencia
levanta un poco la cabeza, me mira con sus ojos rojos y su cara
brillante y me dice que no se siente
bien.
-¡Güevon, ese ácido está muy fuerte, y eso con perica y
trago no combina, me dice, esforzándose
por hablar. Después vuelve a mirar fijamente al piso y repentinamente vomita.
Las meseras nos miran fijamente, avergonzados decidimos salir del bar.
Después de unos meses me enteré que Garcilaso estaba
saliendo con la amiga que me lo había recomendado. Un día nos encontramos los
tres, luego de unos cuantos gramos de coca, Garcilaso dejo de ser el personaje
callado que había sido hasta entonces para mí y me contó su vida.
Nació a finales de los ochentas en Liborina, un pueblo
que “queda de Santa fe pa’llá”. Su madre a pesar de nunca haber leído un libro
que no fuera la biblia o el catecismo, lo bautizo Garcilaso. A los cinco años,
su padre quien trabajaba como raspachín
fue asesinado “por una plata”. Desde ese día Garcilaso cuenta que dejó
de creer en Dios.
En la adolescencia
conoció el punk y las drogas. Sin embargo, siempre sobresalió en el
colegio; a pesar del rechazo y de ser
tildado como el satánico del pueblo. El cura del municipio llegó a echarlo de
la iglesia por entrar drogado a la misa,
según me contó, hablando excesivamente rápido por los efectos de la coca.
Al salir del colegio, todo pareció mejorar con una beca
por haber obtenido el mejor puntaje en las pruebas ICFES. Quería estudiar
filosofía. Un día salió de su casa nervioso para presentar el examen de admisión.
Sin embargo al llegar a la Terminal del Norte lo esperaba una redada del
ejército.
De su servicio militar prefirió no hablar. Sólo me
contó que cuando salió, después, de dos años, no tenía como volver a su casa.
Uno de los amigos que hizo en el ejército lo recibió en su casa. Garcilaso,
acepto forzosamente el ofrecimiento.
Durante dos meses intentó conseguir trabajo, sin ningún
éxito. Fue entonces que decidió comenzar
con el “negocio”. Otro amigo había contactado a un dealer, un vendedor de drogas,
en Holanda el cual les enviaría el “paisaje” hasta Medellín. Ellos se
encargarían de cortar el medio pliego de papel impregnado de LSD y vender los
pequeños trozos a los compradores.
Según contó, se trataba de un negocio seguro. “Uno no
está voleteándose en un plaza como
los jíbaros que venden perica y yerba. La gente me llama al teléfono y yo les consigo
el papel. La mayoría son gente bien, gente de la universidad, algunos muy
tesos” me dijo.
Foto por mi drogadicta favorita |
El “negocio”, como lo llama él, prosperó.
Garcilaso pudo abandonar la casa de su amigo y se mudó a un pequeño
apartamento en Medellín, dónde adopto a un par de gatos callejeros y comenzó a estudiar
filosofía.
Sin embargo, la buena suerte le dudaría poco. A los seis
meses el dealer en Holanda
desapareció. Garcilaso se vio obligado a dejar la universidad y comenzar a
trabajar en una empresa dedicada a la construcción cómo mecánico. “Eso es duro
parce, hay días que toca trabajar hasta once horas diarias y todo eso por
500mil hijueputas pesos” me dijo
alguna vez.
-Estos ácidos están muy
pesados güevon, me dice gangosamente. -Yo no debí haber olido, añade.
Hace apenas dos meses volvió con el “negocio”, consigue la
droga a través de un intermediario en Ibagué por lo que sale un poco más cara.
-¡Marica! Hay que seguir comprando de estos Dalí, están mucho mejores que los Alicia, traen como
el doble de químico. Mire a mí como me tienen de llevado ya. Vámonos para la
casa mejor, me dice rápidamente antes de volver a vomitar, esta vez sobre el
pavimento húmedo.
-No, parce. Yo que me voy a ir tan temprano.
-Yo sí estoy muy mal, mejor me voy ya, me dice, mientras me mira pálido con
los ojos llorosos.
Lo acompaño a coger el taxi, anoto las placas y entro de
nuevo al bar. Mientras espero que llegue bien al pequeño apartamento en el que
vive con diez gatos como compañía.
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