En mi vida han pasado cosas
extrañas, muy extrañas, diría yo. Para
comenzar, sólo tengo tres dientes en mi mandíbula inferior y se me caía la piel
cuando era niño. Sin embargo, nada superará el asombro de esa tarde. La verdad,
aún dudo si fue un recuerdo real o uno
de esas cosas que invento con frecuencia.
Estaba tarde, era muy
pequeño para conocer el reloj, así que no sé qué horas eran exactamente. Hacía
un sol bonito, de esos que daban ganas de tirarse en el patio y quemarse un
rato. De hecho, eso tenía pensado hacer.
Iba caminando sin mucho afán
por él corredor, no se tiene afán cuando se es un niño, cuando lo vi; allí en
el patio, al lado del árbol de rosas,
estaba el diablo. Era un diablo extraño, no tenía cola, ni patas de cabra. Parecía
hecho de metal y se movía lenta y torpemente.
Sin embargo, yo sabía que era el diablo; acaso
oliera la maldad o el azufre. Aunque a
esa edad uno no sabe que es el azufre. Chirriaba cada tanto, eso lo hacía más
aterrador. Yo me quedé viéndolo un rato acurrujado en la esquina que del
corredor daba al patio esperando que no me viera. Mi prima Vanessa sin embargo
saltaba lazo, al lado suyo con mucha confianza como si lo conociera hace rato,
mientras se levantaba su vestido rojo mostrando los cuquitos blancos.
La cara del diablo era
bastante parecida a la de un power ranger
aunque más malvada y con dos cuernos
metálicos que sobresalían de su cabeza. A pesar de todo era un diablo bastante
estúpido.
Aún me pregunto qué
hacía un diablo robótico en una casa de campo en la que solo vivía un niño que tiene tres dientes y dos heridas en
los codos
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